“La mayor parte de los hombres tiene una capacidad intelectual muy superior al ejercicio que hacen de ella.”
José Ortega y Gasset (1883-1955) Filósofo y escritor español
No me arrepiento, no, de haber escogido la profesión de maestra. Si ponemos en un plato de la balanza las satisfacciones y, en el otro, los sinsabores, pesa más lo agradable que lo desagradable, no tanto porque lo ingrato sea poco, sino porque a lo grato se suma la firme convicción de haber cumplido en la vida una función social indispensable: educar.
No echaré cuentas de los vaivenes legislativos, necesarios, si responden a la inevitable evolución de la sociedad; superfluos, si son consecuencia de la ideología de los que mandan o de las ocurrencias de los santones de turno de la educación, peligrosos siempre, pero más en un país, como el nuestro, abocado de continuo a lo pendular: del memorismo farragoso e inútil pasamos, de golpe y porrazo, a la pura actividad sin reflexión; de la lección magistral y las tareas de casa excesivas, a la banalidad profesoral y la abolición de los deberes; de la carencia casi total de medios auxiliares, a la adoración del becerro de oro de las nuevas tecnologías.
No repararé en la pérdida de prestigio y de consideración social del maestro. Es cierto que, en una sociedad democrática, nadie debe estar al abrigo de la crítica y la censura. Pero no menos cierto es que la escuela, por sí sola, no puede convertir a nuestros niños y jóvenes en educados, responsables, laboriosos y ejemplares. Los fracasos, en este sentido, no son responsabilidad única, ni siquiera principal, del maestro. Escuela, familia y sociedad deben trabajar juntas, con unos mismos objetivos. Culpar a la escuela de que nuestros hijos no sean como nosotros quisiéramos es, cuanto menos, tirar piedras al propio tejado.
No empañaré mis buenos recuerdos con el de la sensación, tantas veces experimentada, de abandono por parte de la administración educativa, no tanto por el hecho de no disponer de las herramientas adecuadas, sino, más bien, por el de sentirme sola y sin apoyo ante las dificultades en el ejercicio de mi tarea docente. Que no me arredraban y que acometía con el único propósito de hacer lo mejor para mis alumnos, pero, eso sí, con el sentimiento de que nadie, ni siquiera ellos, por falta de perspectiva, me lo iba a agradecer.
Sí me voy, no obstante, de mi actividad profesional con las muestras de gratitud privadas de múltiples padres y madres de alumnos.
Sí me voy con el recuerdo entrañable de mis alumnos, no importa que hayan sido peores o mejores estudiantes. Es impagable una profesión que te permite trabajar con seres humanos, receptivos, curiosos, modelables…; que, por estar en contacto con gente joven, aporta dinamismo y frescura, a tu personalidad; que te permite comprobar, con el paso de los años, que mucho de lo que has hecho ha valido la pena.
Sí me voy con la amistad de los muchos compañeros y compañeras que, a lo largo de tantos años de actividad, han compartido contigo alegrías y tristezas.
No me arrepiento de haber sido y seguir siendo: maestra.
María Jesús Moreno Contreras