“Hay grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse pequeños. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes.”
Charles Dickens (1812-1870) Escritor británico
Llegué a los estudios de Magisterio por azar. No me atrevía a matricularme en una licenciatura de Ciencias por miedo a no conseguir mantener la beca del P.I.O. y tener que irme a casa sin titulación alguna. No obstante, desde los primeros contactos con las asignaturas de carácter más específicamente profesionalizantes me di cuenta que mi vocación estaba ahí, en la educación. Me apasionó aquella definición que le oyera, el primer año de estudios, a un profesor de la Escuela Universitaria de Badajoz: “… una educación buena es la que puede dar al cuerpo y al alma toda la belleza y toda la perfección de que son susceptibles.1 Desde ese momento, esa frase siempre me ha servido de brújula en las diferentes etapas profesionales, niveles educativos y tareas que he desarrollado en este campo.
He sido, durante casi veinte años, profesor de EGB, durante casi otros veinte, orientador de IES; además he sido director y jefe de estudios. Al mismo tiempo, en la medida que el trabajo y la dedicación a la familia me lo permitía, he publicado trabajos de investigación. De mi quehacer profesional me quedo con mi primer trabajo como maestro-educador en una Escuela Hogar.
Allá por el mes de septiembre de 1976, en la Escuela Hogar “Santa Ana” de Almendralejo, me hice cargo de un grupo de casi 40 alumnos, hijos de familias de poblamiento rural ultradiseminado (guardas o encargados de fincas, temporeros, etc. ), que utilizaban este recurso como última posibilidad de escolarización. En un trabajo que abarcaba el día y la noche, las tareas rutinarias (arreglo de la habitación, aseo personal, comedor…) y la oferta formativa extraescolar (deporte, talleres variados, festivales, estudios dirigidos, salidas y visitas…) constituían la base sobre la que pivotaba la formación de estos chicos. Eran tantas las carencias, y tanta la necesidad de promoción social que detectábamos, que a pesar de las horas diarias de dedicación y de los días de trabajo (incluido fines de semana alternos), resultaba muy gratificante la labor desarrollada con los alumnos y con sus familias. Cuantas veces venía a mi memoria El maestro de Carrasqueda2.
Después recalaría en el CEIP “Jose de Espronceda” y más tarde en el IES “Santiago Apóstol”, ambos de Almendralejo, y equidistantes entre sí, los tres, apenas 200 metros. Pero, aún ejerciendo de orientador, siempre me he seguido sintiendo maestro, con toda la carga etimológica y semántica del término.
Haber podido disfrutar tanto con mi trabajo, me lleva a reconocer un profundo y eterno agradecimiento a mis padres, que apostaron por que estudiara bachillerato, cuando más me necesitaban en las tareas agrícolas familiares, para ayudar a la maltrecha economía doméstica. También le debo ese agradecimiento a un maestro, D. José, que supo hacer ver a mis padres lo que se debía de hacer respecto de mi formación.
No me resisto a terminar esta retrospectiva, si no es con unos versos de un poema, que aprendí con siete años, y que resume como pocos la vocación de maestro:
¡Un curso que ya se acaba! / ¡Un curso que ya termina! / Parece ayer, que empezó / y que nunca acabaría. / Y ya veis, queridos niños, / que ha pasado tan a prisa, / que ha sido como un ensueño, / relámpago en las pupilas. / […]
¡Esos maestros humildes, / que en silenciosas vigilias / os dieron su corazón / en continuada sonrisa!...
La Continuada Sonrisa.
Luis María Burillo Solé. (Quintana del Ebro, 1915- Aranjuez ¿?)
1 Platón. Diálogos. Obra completa. Volumen VII: Leyes (Libros I-VI). introducción, traducción y notas de Francisco Lisi. Gredos, Madrid, 1999. Libro VII (788.c)
2 Unamuno, M. de. “El maestro de Carrasqueda”, en Diario La Lectura. Madrid, julio 1903.